Es sabido que la comida cumple muchas más funciones que la mera satisfacción nutricional y alimentaria. El valor afectivo y social de ésta, podemos verlo diariamente en reuniones familiares, con amigos o incluso cuando nos damos un “gustito” en soledad.
Por ello, es que las emociones que experimentamos también influyen en la ingesta de comidas. Y no cualquier comida: sentimos urgencia por comer un determinado alimento, generalmente de alto valor calórico y graso. A veces, utilizamos la comida como una forma de calmar nuestra ansiedad, enojo o tristeza, como un refugio frente a nuestros deseos y expectativas no satisfechas. Otras veces, en cambio, funciona como un modo de “premiarnos” por un logro, o festejar un momento de felicidad.
El hambre emocional, diferente al físico (que es gradual y es posible saciar) es repentino, demandante y produce esa sensación de vacío que creemos poder llenar con comida. Reclama una necesidad urgente de ser satisfecho y muchas veces resulta difícil controlar cuánto y qué se ingiere. Genera sensación de culpa, vergüenza, fomentando, la autocrítica y las conductas compensatorias, además de generar riesgo de sobrepeso u obesidad.
La educación nutricional y psicológica es fundamental para aprender a alimentarse adecuadamente, y distinguir cuándo es hambre real lo que sentimos, o cuándo esa sensación de vaciedad responde a emociones que no han sido trabajadas.
Es fundamental tomar contacto con nuestros estados afectivos y hacerlos conscientes. Preguntarnos, cuando aparece el deseo voraz: ¿Qué me pasa? ¿Realmente es hambre de comida lo que tengo? La respuesta probablemente no calme la sensación, pero nos va a permitir hacernos cargo de lo que experimentamos, y tomar una decisión más plena y responsable con nuestra salud mental y psíquica.
Autor: Lic. Mariana Sconfianza
Psicóloga Clínica Mat. 2939