Pocas relaciones dan tanto lugar a la reflexión como la relación de pareja. Es el vínculo elegido por excelencia (desde nuestro pequeño margen de libertad). Porque no podemos elegir a nuestros padres, hermanos o incluso a nuestros hijos. Pero a la pareja, al menos en este lugar del mundo, se pone en juego el libre albedrío.
No obstante, no seamos ilusos: la elección de nuestro partenaire se encuentra influida por factores inconscientes que van más allá de nuestra propia voluntad. No cualquiera nos viene bien. La historia vital se pone en juego en esta decisión. Los vínculos primarios (especialmente con nuestros padres o con quienes se encargaron de nuestro cuidado) juegan un rol muy importante en nuestras elecciones, porque son los que definen los patrones vinculares que más adelante reproducimos a lo largo de nuestras vidas.
La pareja, en el mejor de lo casos, se da por la unión de dos personas que consienten la relación; se comprometen a amarse, apoyarse y acompañarse mutuamente durante un trayecto de su vida.
Elegimos a esa persona porque consideramos que nuestra existencia puede ser mejor, porque suma aspectos positivos, porque podemos compartir un proyecto de vida juntos. No obstante, tenemos en claro que, si esa persona se va de nuestro lado, podemos seguir viviendo sin ella, por mucho que duela.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando el sentimiento de vacío, desesperación y desvalimiento se hace presente en ausencia de esa persona elegida? Seguramente habrán escuchado decir alguna vez a alguien: “no puedo vivir sin él”, “mi vida sin esa mujer no tiene sentido”, es él (o ella) o nadie” frases al pasar, que pueden sonar muy románticas, pero esconde una fuerte dependencia emocional, posiblemente herencia del aprendizaje en nuestros vínculos tempranos.
Entonces, la relación se vuelve muy exigente, con un alto nivel de demanda física y emocional. Esta dependencia puede ser unilateral, o mutua. Amantes sedientos de la presencia y mirada constante del otro, necesitan cada vez más pruebas de que son amados y reconocidos. Situación que desemboca en la frustración y angustia segura, pues no hay objeto de amor que pueda colmar plenamente nuestras necesidades y deseos.
Se hace evidente la dificultad para sostener los espacios propios, tomar decisiones por sí mismo, o realizar actividades sin la presencia del otro. La dependencia hacia la pareja comienza a tomar tal dimensión que inunda cada uno de los aspectos de la vida personal.
La literatura, la música y otras artes nos muestran una imagen de amor romántico que dista mucho de lo saludable, asociado a la incondicionalidad, a la eterna espera y al “no puedo vivir sin ti”. Es decir, la felicidad y realización personal dependen de otro, omnipresente y poderoso, que viene a ocupar un lugar de peligroso privilegio.
Quizás la salida más sana, aunque no por ello menos dolorosa, es cuestionar esta idea de que existe un ser perfecto que viene a complementarnos y a darle sentido a su vida. Aceptar que el otro es un ser humano, con las mismas miserias y carencias que nosotros mismos, que puede fallar cuando lo necesitemos, es también darle un espacio a la evolución hacia un amor más maduro y menos demandante.
Al mismo tiempo, contemplar la posibilidad de invertir tiempo y energía en nuestros propios proyectos de vida, dejando lugar para el deseo personal, es correrse de ese lugar de eterna exigencia.
En definitiva, es reconocer que sólo podemos sostenernos con nuestros propios pies, aunque otros caminen a nuestro lado.
Autor: Lic. Mariana Sconfianza
Psicóloga Clínica Mat. 2939